viernes, 5 de agosto de 2016

IGNOTUM (Segunda entrega)


Artemisa abrió los ojos, pero no se atrevía a levantarse. Sentía un miedo profundo a lo desconocido y no podía ver nada ante la oscuridad. Acarició la superficie en donde se encontraba y la sintió suave: eran unas sábanas de seda; las reconoció porque eran las mismas donde dormía cada noche, cuando vivía en su mansión llena de lujos. Sus recuerdos eran muy vagos y la última imagen que registraba su mente era el momento en que abrió el cofre, pero no alcanzó a ver el contenido.
La poca luz que entraba de la ventana, la hizo reconocer algunos objetos de su habitación. Estaba en ella, de una manera extraña había regresado y se sentía sorprendida. Estiró su mano todo lo que pudo, hasta que hubo luz en su habitación, al menos lo que alcanzaba el halo de la lámpara de cristal cortado, que le habían regalado sus padres la última navidad.
Recorrió su cuerpo hasta que pudo sentarse en una de las orillas de la cama. Se colocó las pantuflas y miró su reflejo en el espejo de enfrente. Su cabello, su aspecto en general, habían regresado a la normalidad: era como si nada le hubiese ocurrido. Caminó lentamente para verse con más precisión, mientras reconocía su bata favorita. Artemisa era realmente hermosa y se lo decía a cada momento. No lo podía evitar.
Sus instintos le alertaban sobre una presencia extraña. Se encontraba detrás de ella, estaba segura y temía voltear. La energía era cada vez más fuerte; señal que se aproximaba a ella. Miró alrededor para encontrar algo para defenderse, sin tener éxito. Preguntó tres veces la identidad de aquella persona, pero no obtuvo respuesta. Temía verlo a los ojos, pero no tenía opción.
Era un hombre más alto de lo normal. Artemisa calculó que se acercaba a los dos metros. Era muy blanco, parecía cerca de los cincuenta y carecía de cabello. Vestía una gabardina negra que le cubría todo el cuerpo; sin embargo, lo que más le llamó la atención, fue el color de sus ojos: un tono azul claro, tan profundo que brillaba. Se armó de valor y lo enfrentó.
–  Si no sale en este momento, gritaré – advirtió.
El hombre solamente sonrió y, con desfachatez, se sentó sobre la cama para mirar de frente a Artemisa. No parecía asustado por las amenazas, ni siquiera preocupado. Daba la impresión que tenía todo bajo control y así era.
    – Puedes hacerlo, pero de nada servirá – indicó –. Esto sucedió hace tres meses. La noche antes de partir a “la misión”. Mi nombre es Alceo, por cierto,
        Alceo le estiró la mano y Artemisa la tomó como cortesía. No podía negar su confusión, pero algo en aquel hombre le daba tranquilidad y confianza, como si lo conociese de mucho tiempo atrás.
      – Lo lograste Artemisa – celebró –. Nunca tuve duda que tú eras la elegida.
      – Si lo logré, ¿por qué he regresado? – cuestionó.
            Alceo se carcajeó estrepitosamente, mientras Artemisa lo veía algo ofendida por la burla. Cuando logró calmarse, se disculpó. La diplomacia no era algo que se le diera a Alceo.
     – No has regresado, estás en el punto en donde deberías estar – explicó –. El tiempo es cosa de los mortales y tú ya no perteneces a ellos. En el tiempo real, mañana despertarás y lo único que recordarás es una necesidad irracional de acompañarlos a la misión. Lo demás vendrá a tu mente cuando lo hayas logrado.
Artemisa cerró los ojos y de nuevo despertó en su habitación. Estaba en el momento antes de partir a la misión y como le dijo Alceo no recordaba nada. Se apresuró a prepararse, empacó lo que pudo dejando a un lado los lujos por lo práctico y corrió hasta el muelle.
El grupo estaba reunido como habían acordado. Abdiel se alegró al verla, suponiendo que iba a despedirse de ellos, aunque se haya manifestado en contra de “la misión”. Sin embargo, al darse cuenta que llevaba consigo equipaje y provisiones, adivinó con asombro sus intenciones.
     – Voy con ustedes – dijo Artemisa con determinación –, y no hay nada que pueda evitarlo. 


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