Artemisa
pasó suavemente sus manos sobre la cubierta. Ahí esperó unos cuantos segundos
hincada, sin creer que lo había logrado. Había luchado tanto por alcanzar su
objetivo casi imposible, que se tallaba los ojos continuamente para cerciorarse
de que no se trataba de una alucinación por el cansancio.
Atrás quedaron muchas travesías,
compañeros de viaje y un sinfín de aventuras en exóticos escenarios. Había
traicionado, mentido, asesinado y sobre todo había abandonado a Abdiel, pero ya
nada de eso importaba; porque solamente una puerta la separaba de su anhelado
tesoro.
Alzó la cubierta de metal y miró en
el interior. Era una cueva subterránea, la cual carecía de escaleras. Lo único
que la ayudaría a descender eran las lianas que pendían de la superficie y, con
la esperanza de que la sostuvieran, se arriesgó a bajar. Desconocía la
profundidad a la que llegaría y la oscuridad del sitio le impedía ver el final
de su recorrido, pero su ambición por el poder era más fuerte que cualquier
miedo. Se sujetó fuertemente de la liana y sostuvo sus pies en las paredes. Se
impulsó suavemente, recorrió sus manos
para descender y repitió la acción una y otra vez, hasta que ya no vio más la
superficie.
Sentía que sus manos estaban llenas
de ampollas después de casi una hora de bajar, pero ni el dolor la detenía. Las
imágenes del inicio de su viaje la fortalecían. Recordó con coraje cuando todos
la tacharon de loca por acompañar al grupo a la aventura. Nadie creyó en ella,
ni siquiera Abdiel, quien decía amarla tanto. Aseguraban que sería primera en
desertar, ya que estaba acostumbrada a las comodidades e intuían que su débil
cuerpo no le permitiría realizar las proezas necesarias para llegar hasta el
final.
Sin
embargo, Artemisa estaba ahí, mientras que los demás fueron cayendo uno a uno
en el camino. Ya no era más la mujer de los elegantes vestidos y fragancias
extranjeras. Ahora sus ropas estaban rotas y cubiertas de lodo; los zapatos
carecían de la estética que acostumbraba, ya que eran unas simples botas de
obrero y su cabello hacía mucho que había perdido su sedosidad y brillo; así
como el tinte castaño, dejando ver su color negro original. No obstante,
conservaba la magia en sus ojos violeta y, su delicada piel blanca, no había
sufrido daño por el sol. Artemisa era hermosa, pero su belleza había sido su
condena.
La liana llegó a su final y estiró
los pies, pero no sintió la consistencia del piso. Mientras su cuerpo pendía de
su soporte, decidió arriesgarse y dejarse caer. Ya no tenía nada que perder y
prefería morir que fallar.
No se hizo daño al caer, apenas fue
un metro el que la separaba del piso y pudo flexionar las rodillas. Se levantó
con facilidad y caminó hacia el único punto iluminado en el sitio. A unos
metros de ella, estaba el tan anhelado cofre que contenía la posesión más
deseada.
Aquel cofre emitía un brillo intenso
que guiaba los pasos de Artemisa. Llegó hasta ella y su pequeño tamaño le
permitió tomarlo entre sus manos. Nerviosa, sacó una llave del bolsillo de su
pantalón y la insertó en la cerradura del objeto. Giró con habilidad y cuando
terminó, el recipiente se abrió. Artemisa miró con emoción el contenido y
después cayó muerta.
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